En el año 2000, el papa de la Iglesia católica, Juan Pablo II, pidió públicamente perdón por los pecados cometidos en las cruzadas, asegurando además que no ocurrirán nunca más.
Las cruzadas fueron expediciones emprendidas en cumplimiento de un solemne voto para liberar los Lugares Santos de la dominación musulmana.
Se iniciaron en 1095, cuando el emperador bizantino Alejo I solicitó protección para los cristianos de oriente al papa Urbano II, quien en el concilio de Clermont inició la predicación de la cruzada. Al terminar su alocución con la frase del Evangelio «renuncia a ti mismo, toma tu cruz, y sígueme» (Mateo 16:24), la multitud, entusiasmada, manifestó ruidosamente su aprobación con el grito Deus lo vult, o Dios lo quiere.
Posiblemente, las motivaciones de quienes participaban en ellas fueron muy diversas, aunque en muchos casos se puede suponer un verdadero fervor religioso. Se arguye, por ejemplo, que fueron motivadas por los intereses expansionistas de la nobleza feudal, el control del comercio con Asia y el afán hegemónico del papado sobre las monarquías y las iglesias de Oriente, aunque se declararan con principio y objeto de recuperar Tierra Santa para los peregrinos, de los cuales los turcos selyúcidas y zanguíes, una vez conquistada Jerusalén en 1076, abusaban sin piedad, a diferencia de la época de los Califas fatimíes (909-1171) cuya regla fue la libertad de pensamiento y la razón extendida a las personas, que podían creer en lo que quisieran, siempre que no infrinjan los derechos de otros.
El origen de la palabra y de por qué le pusieron así, se atribuye a la cruz de tela usada como insignia en la ropa exterior de los que tomaron parte de esta empresa de reconquista de Tierra Santa.
Escritores medievales utilizan los términos crux (pro cruce transmarina, Estatuto de 1284, citado por Du Cange, s.v.